sábado, 28 de abril de 2012



La mujer en la sociedad colonial





                                   

Las relaciones hombre-mujer en la sociedad colonial de la América española, fueron igual de complejas que otras relaciones sociales. EL modelo ideal de conducta fue severo y muy exigente para la mujer. Las normas españolas y la literatura religiosa suponían que las mujeres eran seres frágiles, y debido a ello necesitaban una protección especial en forma de reclusión, la vigilancia de los padres y de la familia, y el refugio en la religión. La suposición de que las mujeres eran más débiles que los hombres trascendía lo puramente físico, e incluía el carácter. Se daba por sentado que las mujeres tenían menos resistencia  a la tentación, que eran seres menos racionales, más violentos y más emocionales que los hombres. Al mismo tiempo se les cargaba con más responsabilidades morales que a los hombres. De éstas, la preservación de sí mismas y del honor de la familia era de extrema importancia. Ello consistía en la protección de su pureza y virginidad hasta llegar al matrimonio y el mantenimiento de la absoluta fidelidad a sus maridos después de casadas. La reputación de la mujer dependía profundamente de la valoración social que se hacía de su castidad, virtud y fidelidad, cualquiera que fuera su rango social. Por su parte los hombres no estaban exentos de las responsabilidades morales. Entre las más importantes estaban las de proteger el honor de sus mujeres en el hogar,  puesto que era su propio honor lo que estaba en juego si ellas flaqueaban. En este sentido, hombres y mujeres estaban entrelazados en la importante tarea de proteger mutuamente el honor. Sin embargo en este tipo de relación, un elemento, el femenino, era considerado débil, y el masculino, tenía prerrogativas especiales que le permitían romper fuera de su casa las normas establecidas dentro de la misma. La doble moral existente hizo más fácil al hombre integrarse a prácticas que estaban totalmente condenadas para las mujeres. Un hombre podía mantener una concubina y, al mismo tiempo, conservar su posición social, mientras que el adulterio era la peor ofensa personal y social que una mujer podía cometer. En la América española, las ventajas sexuales que el hombre de la clase dominante disfrutaba, eran realizadas por la disponibilidad de innumerables mujeres indígenas, castas o esclavas, quienes eran vistas como menos respetables u objetivos más fáciles de la agresividad o explotación masculina, que las más atentamente vigiladas mujeres de la clase alta. Las tensiones en las relaciones entre sexos, fueron generadas por la combinación de usos sociales estrechamente relacionados con el concepto de honor, y una religión que consideraba el amor entre los géneros como una emoción inferior, producto de necesidades irracionales y causa de más tristeza que placer. La comunicación entre hombre y mujer comenzaba a cerrarse después de la infancia. Las normas de conducta social, los mantenía separados, física e intelectualmente, proporcionándoles un conocimiento limitado de cada uno, cuyo resultado fue el predominio de unas cuantas nociones estereotipadas sobre el sexo opuesto.



 Los conceptos de sexualidad desarrollados a partir de esta situación daban por sentado que la pasión masculina era natural e incontenible. La rectitud y virtud de las mujeres, por otra parte, estuvieron constantemente a prueba, porque su sexualidad en caso de expresarse libremente, era peligrosa para ellas mismas y sus familias. En este constante reto, muchos hombres y mujeres no lograron vivir a la altura de las expectativas sociales. Las fuentes eclesiásticas, tales como las investigaciones matrimoniales e inquisitoriales, muestran que las relaciones prematrimoniales eran frecuentes. Las mujeres que pertenecían a la elite social aparecen con menos frecuencia que las que son de las clases sociales bajas, pero su ausencia es quizá un signo de discreción y no una conducta perfecta. Las mujeres de las clases bajas estuvieron bajo una menor presión que las de la elite. Para  ellas, las uniones consensúales no eran necesariamente malas. Mientras muchas trabajaban en niveles no cualificados, pocas eran las económicamente independientes. La relación con un hombre podía significar una protección económica adicional, social y emocional y un medio de movilidad social para su descendencia, en caso de que el padre perteneciera a las clases altas.
Las mujeres que no deseaban afrontar la vergüenza social del concubinato o de una descendencia ilegítima, o quienes deseaban obtener alguna forma de desagravio económico, intentaban forzar a los hombres a contraer matrimonio con ellas, o al menos ser dotadas con una suma de dinero. Un hombre que prometía matrimonio a una mujer y la desfloraba, era responsable de su honor ante las autoridades civiles y religiosas. De este modo había mujeres que tenían relaciones ilícitas con la esperanza de un eventual matrimonio. Muchas aceptaban durante años compartir la vida con un hombre y darle hijos, sin ninguna queja, al menos que él decidiera contraer nupcias con otra mujer.


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